El sábado culminó el Proyecto Actuar para Vivir, del que fui director junto con dos excelentes amigas. El siguiente es el artículo que escribí sobre esa experiencia para un folleto que repartimos a los asistentes.
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Hacer balances es engorroso, y hacer clausuras de un proyecto, simplemente absurdo. De lo que podemos hablar es de etapas que terminan para dar paso a otras. Y lo que queremos decir de esta, que hoy acaba, no entraría en una página. Sin embargo podemos esbozar algunas ideas sueltas. Actuar para Vivir finaliza este primer acto junto con un año cargado de vivencias. Y convivencias, de algún modo.
Natalia, Paloma y yo iniciamos juntos el proyecto –aunque yo me acoplé cuando la idea ya estaba cuajada, valgan verdades- en un momento particular de nuestras vidas. La universidad iba dejando sus huellas y teníamos la certeza de que era tiempo de compartir. De poner manos a la obra, literalmente. Teníamos en claro que desarrollo no es dar un vaso de leche al que lo necesite, sino ayudar formular, desde nuestras posibilidades profesionales, escenarios distintos. Trabajar en contra de la idea asistencialista de desarrollo era honrar una formación recibida, en el colegio y en la universidad, y asumir el compromiso que tenemos como peruanos que ansían un país distinto.
Actuar para Vivir nos dio la oportunidad de acercarnos a dos universos hasta entonces desconocidos: el de liderar un taller -que involucra la docencia y la capacitación de personas-; y el que conforman los adolescentes en sí mismo, con sus motivaciones, inquietudes y posibilidades. En el primero, nuestra capacidad de compartir con otros el conocimiento adquirido en los años de universidad y darnos cuenta que en nuestras carreras, a diferencia de otras, uno no sabe cuánto puede dar hasta que se empieza a mover en el terreno. Motivar un cambio desde una perspectiva comunicacional, en este caso el teatro, resultó una experiencia completa y un reto motivador: Preparar los talleres, conseguir invitados, preparar las salidas y, ¡como no!, llevar las cuentas de lo que veníamos gastando (hay chistes de abogados pero luego de nosotros también debería de haber de comunicadores administrando dinero). En el segundo, descubrir en los adolescentes una oportunidad de expresar ideas frescas, de descubrir un distrito como San Juan de Lurigancho, con un potencial económico y humano impresionante.
Trabajar en este proyecto significó lidiar con temas como compromiso, puntualidad, violencia, familia, drogas, Comisión de la Verdad, país y culturas acercándonos a ese mundo que componen adolescentes en una realidad injustamente apartada. Fue también repensar la educación como un espacio de libertad y responsabilidad y reavivar nuestro propio compromiso con la sociedad.
Con el correr de los meses, la falta de motivación por ambos lados se hacía evidente. No pocas veces terminamos dándonos ánimos mutuamente porque una sensación de frustración e impotencia se apoderaba de nosotros. Pero pequeños gestos nos empujaban a seguir. La última semana pedimos a los chicos traer cosas importantes en su vida y uno trajo el diploma que le habíamos otorgado en mérito a su esfuerzo. Entonces nos dimos cuenta que la estadística sobra cuando trabajamos con personas. Que si algunas personas pudieron un día decir “valgo, pienso y expreso lo que siento”, entonces nuestro esfuerzo valió la pena. Nuestra gratitud a los chicos del proyecto: prometedor futuro de un país que empieza a encontrarse a sí mismo mirándose a sí mismo.
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Sobre este blog
Almaceno (algunos) trabajos realizados como estudiante de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Lima entre 2001 y 2005.
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