"La Doris" **

Doris Gibson Parra. Inteligente. Apasionada. Elegante. Irónica. Mujer bella, comentada, codiciada y prohibida por la sociedad limeña de mediados del siglo que pasó, tiene 94 años. Hace seis que vive bajo los atentos cuidados de su hermana Charo en su departamento de Miraflores. Ya no se mueve de la cama ni visita la redacción de Caretas, revista que fundó hace más de 50 años. Los años se empecinan en arrebatarle lucidez, pero los recuerdos la retienen. Luis Alberto Sánchez ya había escrito de su perfecta figura y Sérvulo Gutiérrez la retrató desnuda más de una vez. Lo mejor y lo peor del Perú del siglo veinte acolchan su almohada, la arropan y duermen con ella. Arequipeña por adopción y periodista por instinto, Doris apela a la terquedad para no dejar ir su invaluable memoria.

Su cabello es níveo. Es parte del pacto que ella y el tiempo suscriben cada noche. No le gusta la sentencia de abuelita querendona. No teje, aunque lo hacía magníficamente en su juventud. Recibe masajes de una enfermera. Se queja. Discute. Pregunta que quién es, que quién llamó. Charo, su hermana 11 años menor, grita que un señor que quiere saber de su vida. Doris apaga la mirada y suelta la ráfaga de fotos en sepia. Son figuras en movimiento. Incluso suenan bien a pesar de lo transcurrido. Disfruta sin sonreír. Sólo ella las ve. Ése era el trato.

- Que no te me escapas ahora, Charito. Al baño.
- ¿Por qué yo?
- Mira nada más cómo traes las rodillas, todas llenas de tierra – decía Doris mientras sostenía una escobilla dispuesta a restregar y devolver la limpieza a las piernas de cada uno sus hermanos menores. Lo hacía con tanta dedicación que luego les era difícil caminar, pero igual la querían como nadie. Antes de mandar a sus hermanos al colegio les repasaba el peine y les rehacía los dobleces de las mangas. Era la mamá postiza. La de verdad vivía embelesada con los versos que recitaba Percy Gibson, notable poeta arequipeño y padre de la prole. Sus padres sólo tenían tiempo para amarse y Doris sabía que era consecuencia de ese idilio, creía que era parte de un poema de amor, por eso no le hizo ascos al encargo natural. Por el contrario. La casa bajo su cuidado respiraba un olor a cera y queque recién horneado.

Iba a nacer en un buque que llevaba a su madre del Callao a Mollendo, pero asaltada por los dolores del pre-parto, tuvo que ser llevada en tranvía hasta la Plaza Dos de Mayo, de allí a la periodística calle Orejuelas. Era un 28 de abril de 1910. Nació en Lima por error. A pesar del desliz, Doris Gibson Parra se sabe arequipeña. “A esa tierra le debe el ñeque y a la familia el temple”, decía su hermana Mercedes. Hasta su bisnieta le ha heredado el carácter: Cada vez que su nieta Drusila quiere despedirse de su hija con un beso, la niña de 6 años le reclama: “Ya mucho beso, mamá, no tengo por qué estarte dando tantos cuando tú quieras”. Es sangre Gibson, asegura la familia.

Su infancia transcurrió en Arequipa, donde se ganó el mote de la Doris, por su espíritu terco, de characata sin pasaporte. En una casa donde las veladas artísticas, que a veces se trasladaban a la campiña con un toque dadaísta, congregaban a notables personajes. Los Gibson Parra se sentaban alrededor de la mesa del comedor. Su padre iniciaba la conversación. Una vez Charo se atragantó con la chicha de maíz y empezó a escupirle en la cara al señor que hablaba a su costado. Era Jorge Basadre. Pudo ser Ciro Alegría o José Santos Chocano o Abraham Valdelomar, dependiendo. Se alternaban en el puesto. Contaban historias, discutían, hablaban del Perú, de Europa. Charo se repuso. Todos rieron por lo ocurrido.

A los 14 retornó a Lima en un barco alemán. Pero ya le había tirado un libro en la cabeza a una monja en los Sagrados Corazones. Era una chica flaquita que le gustaba caminar por Miraflores y que quería conjeturar todo. Conoció ese tiempo el amor platónico de un hombre mucho mayor: Un hombre guapísimo, con unas cejotas. “Yo pasaba por la Benavides y ese señor me esperaba”. Tres años después llegó Manlio Zileri, un joven diplomático de la embajada argentina que había llegado con su padre, que era cónsul en el Perú. Se casaron cuando ella tenía 19 y él 23, derrocharon cortes y quebradas oyendo a Carlos Gardel y se fueron a vivir a Chosica. Había que subir unas escaleritas para llegar al departamento chiquito y austero, pero decorado con buen gusto. Producto de ese tango nació Enrique Zileri, único hijo de esa unión que, al cabo de los años se fue derruyendo. Manlio murió siete años más tarde, de un paro cardíaco mientras estaba en un baño turco. Enrique no lo recuerda, era muy niño. Doris hizo ahora de padre postizo y bregó duro para darle lo mejor.

Bajo el auspicio de su tío Manuel Parra del Riego, ‘Manongo’, que era casi un confidente y apañador de todas sus locuras, sostuvo una relación apasionada con Sérvulo Gutiérrez, muy mal vista, para variar, por las viejas de detrás del balcón. Pero, como preconizaba y decía a voz en cuello, todas las grandes conquistas del hombre se han hecho en medio del escándalo. Y no le importó encarnar uno con el artista que tanto amó: “Era como un niño tierno. Y los niños necesitan protección, aunque a veces son capaces de destrozarte”. Ella era su musa. Su amante. Todos los cuadros terminaban siendo ella bajo su pincel; “hasta la Santa Rosa se parece a mí”. Le pintó, además, varios desnudos. Alguna vez botó uno por la ventana en un arranque de celos y del resto nunca supo, hasta que el ‘Chino’ Domínguez, fotógrafo de la revista, le avisó que había hallado un ejemplar en casa de un Fernando Hernández, en Trujillo. Voló hacia allá y entró a la casa.
- El señor Hernández no está – dijo el empleado mientras regaba.
- ¿Y no le dejó dicho que iba a venir? – preguntó Doris con un histrionismo natural mientras entraba a la casa y ubicaba el cuadro.
- El señor no dijo nada. ¿Por qué se lo lleva?
- Porque no puedo estar desnuda en casa ajena. Dígale eso.

***
Diciembre de 1968. La dictadura velasquista empezaba a encrudecer. Se escucharon fuertes golpes a la puerta. Un agente de la Policía de Investigaciones no dejaba de patear llamando al interior de la revista.
- Oiga, ¿no le da vergüenza a su edad andar dando puntapiés a la puerta? ¿Acaso no ve el timbre? Haga el favor de usarlo y entonces le abriré - le dijo Doris con voz serena y mirándolo a los ojos.

Había trabajado vendiendo publicidad en la revista “Turismo” y posteriormente en “Flora”, la publicación feminista de su hermana Mercedes; de pronto, lideraba la publicación política más importante del país. Casi por un golpe de suerte -y por suerte de un golpe- había coincidido con Francisco ‘Paco’ Igartua en el “Bar Zela”, uno de los Café-Boîte más concurridos por la bohemia limeña de los cuarentas. El general Odría acababa de clausurar “Oiga”, la revista que fundó Igartua unos años antes, y juntos decidieron iniciar la empresa con una máquina de escribir prestadita de su tío Manongo, 3 mil soles que consiguieron con favores y un ingenio lenguaraz como único capital. “Caretas” empezó a funcionar en 1950 en una oficinita de la Plaza San Martín. Los primeros artículos fueron ligados al tema social y cultural. Luego la cosa política arreció y corrió harta tinta con dedicatoria al gobierno de facto, como se haría costumbre.

Usaba sus excelentes relaciones para atraer publicidad. Sus labores eran, sobre todo, gerenciales, de ventas. Cuando Igartua fue deportado a Panamá, los militares creyeron que habían logrado deshacerse de la piedra en el zapato –o en la bota, claro-, pero al enterarse, Doris gritó por la ventana: ‘Ahora me pongo yo los pantaloncitos’ y se quedó a cargo de lo periodístico también. Bajaba en bata desde el octavo piso donde vivía, hasta el segundo, donde funcionaba la publicación, preocupadísima por la carátula. Que todo salga perfecto. Que esto aquí y esta letra allá. Un poquito más grande. ¡Pero más rápido que nos viene el cierre! A pesar del carácter recio, recibía llamadas en la madrugada de alguno de sus empleados pidiéndole ayuda para la enfermedad de un familiar o quizá un favor urgente. Ella los resolvía sin aspavientos ni demoras.

Con la deportación de Enrique Zileri a Buenos Aires, en 1975, decidió cerrar temporalmente la revista. Durante ese episodio, convocó conferencias de prensa en las que exhortaba a sus colegas a unirse en contra de los abusos. Se encuentran, también, incisivos artículos suyos de protesta e incluso una crónica donde detallaba la captura y secuestro de su hijo en la entrada de su domicilio. Fundó, de paso, la publicación transitoria “Espejo”, para no dejar sin trabajo a sus periodistas. Siete veces, entre clausuras arbitrarias y deportaciones, dieron cuenta de su carácter inquebrantable. A prueba de matonerías. Indiferente a medallas y discursos. Inmune a dictaduras despiadadas e ignorantes, como la de Velasco, “la más terrible de todas”. Siguió al pie de la redacción. Terca como ella sola.

***
- Que las arvejas estén más cocidas, Victoria – murmuró Doris en el umbral de la puerta
- Se cuecen solas con el caldo caliente, señora.
- No me parece, pues.
- A mí tampoco, señora.

Con las manos a la cintura, Doris disponía cómo le van mejor las arvejas al ‘arroz a la valenciana’. Victoria, la cocinera, discute y reclama. Siempre rodeada de gente de carácter. Lo de siempre, igual el arroz salió riquísimo, Doris, halagaba Héctor Cornejo Chávez o Fernando Belaúnde o Luis Bedoya Reyes o Enrique Chirinos Soto, dependiendo. No se le ocurrió mejor idea que recrear, al mejor estilo de su infancia en Arequipa y en un anticipo brillante de Mirtha Legrand, tertulias variopintas e interminables. Los lunes eran los líderes políticos los que divagaban, con el corazón contento, de las últimas leyes. El resto de la semana podían ser Susy Dyson, Chabuca Granda o sus amiguísimas Mocha Graña, Carmencita Pizzarro y Viruca Miró Quesada o un peluquero gay que recién había conocido. Cuando iban los Santa Cruz, encabezados por Victoria, la cosa iba para largo y terminaba con marinera sin zapatos y jarana madruguera. Reunir nombres era, más que un pasatiempo inocuo, una necesidad. El Perú se discutía en casa de Doris Gibson con un tenedor y un cuchillo.

A ella no le interesaba saber que era la mujer más bella de Lima. Pero lo sabía. Ni que detenía el tránsito cuando pasaba. Ni que recibía a su paso unos piropos que para qué te cuento. Ni ser la comidilla de la pacata aristocracia limeña venida a menos, de apellidos compuestos y con puesto por el apellido en alguna compañía familiar. Doris era la fruta prohibida: Piernas moldeadas, cuerpo perfecto, viajes a Europa, bohemia, periodista. Hacía lo que quería. Era libre. Terca. Rebelde.

***
Esquina de la avenida Pardo y la calle Independencia. Piso 18. Doris está echada en la cama. Ya no puede estar en pie, ni ir a la redacción de la revista, como hasta hace unos años. Tiene 94 años. Discute todo el santo día con ese mal de apellido alemán que le quiere arrebatar sus recuerdos. Da de gritos a los años que le pretenden arrancar su más preciada belleza. Que no te los llevas. Que sí. Que no, que se quedan conmigo. Entonces, los tres deciden hacer un trato. Un pacto con palabra de characata. Llévense lo que la naturaleza tenga que quitarme, pero me dejan la rebeldía, que con eso me voy. Una vez más, tienta al tiempo, lo convence. Mira si no es terca la Doris.

** Tuve oportunidad de entrevistar a Doris 2 veces y a su hermana Charo en los años 2001 y leugo en el 2004. Esta crónica recobra actualidad luego del fallecimiento de Doris y es un pequeño homenaje que hago desde esta muy humilde tribuna.