Entre dichos y trechos

Que los peruanos poseemos las peores estadísticas de accidentes de tránsito del orbe, es cierto. Que el año pasado hubo 11.000 muertos en las carreteras peruanas, también. Que se produjeron en ese mismo período 75.000 accidentes y, según el Ministerio de Transportes el 69% de ellos los provocó el transporte público urbano, no hay duda. Pero que nuestros vehículos son lo más complejos y pintorescos del mundo, tampoco.“Incluso, antes de fundada, Lima nació combi”, advierte Eloy Jáurequi parafraseando a Porras Barrenechea. Y razón le sobra. Combi es, pues, “la camioneta rural con ética asiática que conquistó el Perú antes que Fujimori, es el vehículo social de deslizamiento paulatino”[1]. Los limeños nos hacemos más limeños a bordo de estos carritos de segunda mano. Nos nutre su lenguaje, su música y su color.

Desde el recordado “Trampolín a la fama” de Augusto Ferrando, no ha habido, con excepción, claro, de los viaje en combi, mejor oportunidad para los limeños de todas las condiciones y estratos de acercarnos al lenguaje popular. Las combis representan, más que espacios de transporte utilitarios, crisoles léxicos maravillosos. Embarcarse en uno de estos vehículos no sólo es subir al medio que nos conducirá al lugar de destino, sino sumergirnos, además, en un espacio simbiótico donde, desde el estibador del mercado de Surquillo hasta la señora con peinado Tommy’s que regresa de comprar en Wong, deben pronunciar el célebre “bajan semáforo” para descender en el lugar deseado. ¿Hay acaso algo más democrático?

- Pague con sencillo pe’, varón – nos reclamó con justicia el cobrador de la “S”.
- No tengo, pues, chochera. Ah, y cóbrate medio pasaje.
- Ta’ que así no juega Perú.
- ...
- Tío, sencíllame este ferro –dijo con cara de no haber tenido nunca un amigo, extendiéndole al chofer la moneda que le habíamos alcanzado.

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