Trilogía


A Rebeca, por esa vez que escuchamos a Liszt.


No sé exactamente sobre qué mito o leyenda esté basada aquella afirmación que señala que las muertes no llegan solas, sino sucedidas por otras dos de igual tenor; ya sea tres accidentes de automóvil, de aviación, en ensayos militares, o lo que fuere; o que involucren a gentes del mismo oficio o con algún rasgo en común al menos. Lo cierto es que tal creencia, casi axiomática si nos ceñimos a los hechos, despertó en mí la más bizarra y morbosa fascinación, a tal punto de comprar con asiduidad El Comercio con el fin de cotejar las páginas de defunciones. Lo colosal para el caso fue que, en posteriores charlas y reuniones, hallé a personas que, en igual virtud, estaban también interesadas en el tema. Y no quedó allí. Llegué a conocer a Rebeca Ares, madrileña, amiga de Ernesto Less, buen profesor mío y mejor amigo desde los tiempos en que vivía en San Borja.
Con Rebeca nos unió desde el inicio de nuestras conversaciones no sólo la pasión por la poesía –ella juraba que era la reencarnación de un poeta maldito que nunca tuvo notoriedad- sino también el desmedido afán por encontrar el obituario más extraño en las páginas de defunciones. Esa competencia soterrada, que jamás tomó visos en ninguno de los dos de concurso necesario, era, por otro lado, un encendido motivo de noches en vilo y algunas inusuales inversiones en diarios extranjeros. En el transcurso de las semanas subsiguientes a nuestro primer encuentro, yo había logrado juntar algunas esquelas francamente raras. Y, según me juraba, ella también. Pero en la acepción de rareza radicó nuestra primera/última gran discusión. Para mí, rareza podía ir desde errores ortográficos imperdonables hasta una prosodia que lindaba con lo ridículo; para ella, por el contrario, lo raro estaba en incidir en los apellidos –maternos y paternos- y, a partir de ellos, establecer vínculos entre esquelas con atributos similares pero de familias, aparentemente, desligadas.
A medida que el tiempo pasaba y que la relación entre los dos andaba, en el plano literal y amatorio, estupendamente muerta, sentía que era momento de poner las cosas en su sitio. De modo que me dispuse a ordenar mi habitación, cosa que no hacía desde algunos meses. Finalmente quise que el orden fuera total -literal y amatorio-. Ernesto Less, que no era menos que nadie por apellidarse así, me insistía en que debía tomar acción oportuna, culpándome, además, de mi singular suerte para atrapar a una modelito ibérica, como era su amiga, con una cojudez tan grande como aquella que nos entretuvo. ‘Colectar obituarios, ¡bah! Ya querrás tener el mío en tu colección, ¿no?’, bromeaba siempre, ‘mejor lo voy preparando desde ya’.
La cité, finalmente, en mi oficina donde trabajaba de rutina hasta bien entrada la noche. A comparecer ante mí, ocasional y fortuito veedor de si podía ser verdad encontrar a alguien con algún interés común. Tan absurdo y tan frívolo. Al abrir el maletín de cuero gastado verde oscuro, puse sobre el escritorio un álbum lleno de recortes minuciosamente comentados y subrayados con un delineador amarillo. La luz tenue de la habitación hacía de la escena algo escalofriante, sensación que, en honor a la verdad, no había tenido ganas de sentir jamás. Al fin y al cabo, estábamos jugando con la muerte -en los planos literal y amatorio, insisto-. Ella sonrió al ver mis esfuerzos.
- Que te lo has tomado muy en serio- dijo con ese acento cantábrico tan desesperante como sensual.
- En efecto- asentí.
Se puso unos lentes de montura roja exageradamente gruesa que le ocupaban la tercera parte del rostro. ‘Son especiales’, pensé. ‘Y, sí’, decía ella, mientras escrutaba sus recortes con la pasividad de un artista que talla frases en un arroz. No le decía nada porque pensaba que estaba muy ocupada. Para mi desazón, algunas de las que yo había pensado eran de una rareza magnífica, ella las desechaba de plano. Las separaba y hasta llegó a romper un par. No dudé en quejarme ante lo que recibí un ‘shhhh, cállate, ¿no ves que estoy en esto?’. Luego de callarme por cuarta vez – y eso que la tercera no fue ruido mío sino del gato que pasó por la cornisa de la ventana- pude notar una sonrisa muy ligera que esbozó quebrando un extremo de los labios. Luego guardó una de mis esquelas mortuorias y ya no tuve ganas de reclamarle nada. Parecía muy concentrada y yo también lo estaba, en ella, claro.
Al cabo de tres cuartos de hora de nihilista mirada, frecuentemente tornada en mutua complicidad, ella se sacó los lentes y tomó un sorbo de agua. Me miró fijamente y me dijo que era mi turno. Yo me quedé laxado de solo mirarla y le expliqué que no podía seguir.
- No tengo los conocimientos ni los recursos que tú.
- Tonterías, se me hace que eres un escrutador maravilloso y te estás burlando de mí- insistió socarrona.
- En absoluto.
Tomé mi par de lentes, mucho menos llamativos que los de Rebeca, y empecé a asir los recortes observándolos con especial detenimiento. Francamente lo mío era de aprendiz, imitación pura. Ni imaginación tuve para plantear algo nuevo. Tal y como ella lo hizo, yo lo hice. De rato en rato levantaba la mirada para observarla observándome. Lo hacía con miradas de intriga. Al cabo de un rato busqué la mejor manera de decirle lo imbécil que me sentía. Separé un par de recortes suyos que estaban pegados con una rudeza que desdecía de sus aparentes cualidades de orden y pulcritud. Sobre todo, apariencias, insisto, para esta tenebrosa tarea de buscar entre los muertos. Ella empezó a reír. Lo cierto es que no había encontrado nada de extraordinario ni raro –todas las acepciones incluidas- en sus obituarios. Pero pensar que tal cosa era una tomadura de pelo podría haberme resultado demasiado embarazoso de admitir, de manera que alcé la mirada sonriendo ligeramente. Rebeca me miró con una sonrisa aguantadísima. Mirándome directamente a los ojos soltó tal carcajada que me vi en la incómoda necesidad de seguirla en su estentórea risa. Paró de golpe y yo, desde luego, lo hice así.
- ¿Creíste en serio lo de mi afición?- Me cagó en el acto.
- Pues sí.
- Pues no.
Estaba avergonzado.
- ¿Creéis que alguien puede dedicar tiempo a esta estupidez? Sólo a ti se te ocurren esas cojudeces.
- ¿Entonces?
- Lo que quería era verte a ti, tonto, estar cerca.
Me plantó un beso que lo sentí hasta la tráquea. Húmedo y de purita pasión. Se puso en pie ligerita, como era ella, y se fue dejando olvidado y regado todo lo que entró.
Me sentí un reverendo huevón por dos semanas. Su teléfono celular estaba muerto (para felicidad del relato y para tristeza mía muy profunda). De pronto recibí una carta. Hoy nadie usa el servicio postal. Nadie que no se llame Banco, digo. Pues resulta que el remitente me era desconocido. Y como yo andaba con las fobias de los virus troyanos por el correo electrónico tuve que abrirlo muy a mi pesar y luego de que un alumno me convenciera de que no existía ningún Hacker o anti-virus para un correo impreso. Al interior, una carta casi telegráfica,: ‘Jamás hice una tontería semejante por nadie. Espero que aprecies mi esfuerzo. Rebeca’.
Si por naturaleza se las cree inextricables, las mujeres lo son más cuando se esfuerzan. Y si a ello le añadimos una suerte de deformación profesional que algunas ostentan, de la sumatoria se obtendrá pobres hombres deprimidos esperando explicación, lógica, y algo de racionalidad en esas femeniles actitudes de desconcierto. Intenté llamar y no logré mi cometido. Pasé una semana más, luego a esa, revolviendo galletas de vainilla en pedazos sobre un té inglés que me regalaron y luego comiéndolas con cara de circunstancia. Adelgacé en cuerpo y alma (seis kilos y doce noches en vela respectivamente). ‘¿Qué te pasa?’. ‘Desamor, creo’.
***
Estaba sosteniendo con Rómulo una conversación sobre las huevas del gallo y la reproducción de las musarañas en el café N que había dejado de frecuentar. Mi mesa de siempre estaba ocupada por unas blondas imberbes, estudiantes de sociología, según pude saber luego. Nos ubicamos en una mesa horrible, muy cercana –en ubicación y calidad de lo que allí se trataba- al retrete. Fue allí de donde vi salir a nada más y nada menos que la muchacha en cuestión: Rebeca. Muy bien puesta. Pasó por mi costado y no me reconoció. Al menos eso me hizo entender su indiferencia. La seguí con la mirada y la vi aterrizar en la mesa sociológica. Dándome la espalda, de modo tal que no alcanzaba a verme y yo sí a oírla, aunque cada vez que alguien se dirigía al toilet perdía la ilación narrativa y finalmente, alcanzaba sólo fragmentos inconexos y carcajadas sociológicas, o sea, intelectuales, que es un adjetivo incompatible con la risa (no existe risa intelectual, que yo sepa). Confundido hasta la saciedad decidí encararla. Claro que encararla tampoco hubiera sido pertinente, de manera que preferí escribir en una servilleta: “Desde luego que aprecio tu esfuerzo, ahora tú también aprecia el mío por volver a acercarme a ti. A propósito, sigo con eso de las esquelas. Es más, sobre eso haré mi tesis, ¿me ayudas?”.
***
Ernesto me había citado a su oficina porque pensó que le podía ser útil. Dijo aquella vez que tenía un cáncer y no lo había dicho a nadie, solo a mí, porque no confiaba últimamente ni en su familia. Eso me trajo mal por algunos días. Bueno, lo cierto, es que andaba mal los más de los días, por no decir todos desde la abrupta desaparición de Rebeca. Y así lo notó Ernesto también y trató de disculparse muy mucho. ‘En realidad sabía que no debía presentártela. Tú mereces algo mejor’. “¿Tú mereces algo mejor?”... Fuck you, Ernesto, no te embarres tú también de lugares comunes, no me digas tú también que un clavo saca a otro clavo porque ahí sí me veré devuelto a la ciclotimia y la neurastenia que me regresan de cuando en vez sólo por joder (y cuando no vienen por sí solas las mando llamar). ‘Pero bueno, al menos se interesó por ti, ¿no?, cuántos chicos se morirían por que les pase tal y como te ocurrió’. Fuck you, Ernesto, ahora no sólo te odio tanto por ser tú el hijo de puta que me la presentó e insistió en que saliéramos porque se les ve muy bien juntos y no sé qué más huevadas, sino que me estás llenando de histeria, queriendo que viva de historia. Y también te odio porque te vas a morir ahora que te necesito.
- No te mueras, huevón.
- Ni el amor ni el término de la vida son decisión de uno, ¿no?. No te embarres tú tampoco con lugares comunes porque eres demasiado bueno para eso.
- “Ella se lo pierde”, te falta decir eso y que “ya vendrán tiempos mejores”, Ernesto, te faltan decir tantas cosas que sería muy maricón morirte ahora que yo ando más muerto que tú y sin enfermedad que sepa-. Nos abrazamos muy fuerte pero ni el cariño sincero inmuniza, sólo el amor lo hace, de los defectos de otro, dicen, así que Ernesto estuvo dos semanas más conmigo y luego partió.
Yo también quise morir en el papel. Coincidí con Rebeca en el Rezo que celebró la aturdida familia –nunca sabedora de nada de los males del difunto- en torno a la partida de nuestro común amigo. Ciertamente inteligente, ella también notó que mi obituario fue publicado al lado del de Ernesto: “Murió Javier por decisión propia, porque su cariño no inmunizó el cáncer -ni su amor sus propios defectos-”.
- No puedes jugar con la muerte- me advirtió la muchacha cuando se dirigió con esa mirada jodida a saludarme.
- Tú tampoco con la vida de otros. ¿Por qué te mueres tanto y cuando más te busco siempre?- le murmuré tomándole la mano.
- Porque los que se mueren son siempre tres, y no los podía dejar solos, dijo apretando la mía.
No sé exactamente sobre qué mito o leyenda esté basada aquella afirmación que señala que las muertes no llegan solas, sino sucedidas por otras dos de igual tenor, como morir sin morir (o hacerlo sólo en el papel).

Lima, julio de 2004

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